Atardecer
Cuando salí a la calle para comprobar de qué se trataba tanto alboroto, me encontré con un espectáculo que me dejó igualmente con la boca abierta. En medio del cielo azulado se alzaba una columna de luz naranja, como si alguien hubiera prendido en llamas la bóveda celeste.
La mayoría no podía moverse de su sitio, su mirada variaba entre la curiosidad y el miedo. Una mujer mencionó el estruendo que se había escuchado minutos antes de que surgiera la luz, y recordé entonces que yo también había escuchado aquel ruido, pero lo había atribuido al bullicioso tráfico que en este momento estaba totalmente detenido.
Nadie se atrevía a dar un paso en dirección a la luz. A pesar de que ya me había contagiado un poco de su miedo, obligué a mis pies a moverse entre las casas, acercándome poco a poco a la extraña luz. Algunas manos se levantaron e hicieron débiles intentos para detenerme.
El cielo se estaba tornando lentamente más oscuro y la luz más intensa. Con cada paso que daba sentía el aire más cálido y más difícil de respirar; los contornos de las casas se hicieron difusos hasta que ya no pude verlos, todo lo que se alzaba ante mí era la intensa luz naranja y las oleadas de calor que amenazaban con tomarse todo mi cuerpo y derretirlo.
Como si hubiera caído en un profundo trance hipnótico, arrastré mis pies hacia adelante y alcé una mano, queriendo rozar con mis dedos la superficie de la luz. Y cuando por fin llegué a ella, ignoré la sesanción de tener brasas entre mis manos y percibí una superficie esférica sobre la que sucedían violentas explosiones que acariciaban mi rostro y lo dejaban marcado.
La enorme esfera empezó a apagarse lentamente y bajo la luz atenuada encontré una formación rocosa que poco a poco se consumió hasta convertirse en una frágil escultura de ceniza.
La noche se cirnió sobre nosotros y la Luna reclamó imponente el lugar que su agonizante compañero acababa de dejar.
